Abstract
In the following article I return to the idea of ethnicity and liberalism in Latin America during the last part of the 19th century. I also discuss Martí’s view of the Indians after 1885, when his chronicles were fueled by the rhetoric of pro-indigenous groups such as the Friends of Indians Association. I propose to look at other ways in which Martí’s ethnocentric view of culture and race intertwined with his agenda of “defending” the Indians, especially in his essay “Nuestra América.” For that purpose I retrace some of my previous arguments and discuss other essays that have recently elaborated on Martí’s “other side”, the one that imposes on the Indians his own liberal agenda, and the vision of modernity that the elites were constructing in Latin America at the end of 19th century. In my previous articles I discussed Martí’s chronicles on the Guatemalan, Mexican and American Indians and here I will focus on the similarities between the positivists in Mexico and Martí’s emphasis on “scientific politics” as well as his fear that those that were at the lowest level of society could one day revolt against the republic and destroy the justice “accumulated in books.” For books symbolized for Martí the “lettered elite”, those that had power and exercised it to their own advantage. He talked about this fear in Mexico, and in his most famous essay he returned to it again with a somewhat different perspective, but still with the conviction that within a democracy everything could be solved and a revolt from the “unlettered” masses was not justified. I argue that even if “Nuestra América” meant a more positive view of the “Indian problem”, Martí still considers the Indians, the “gauchos” and the rest of the “incultos” as a threat. They were the natural ally of the “caudillos” that ruled for so long Latin America, charismatic caudillos such as Juan Manuel de Rosas.
1.
En sus crónicas norteamericanas, Martí recurrió a discursos
estereotipados sobre el otro que circulaban por Europa y América desde la
Conquista. Martí se basa en estos discursos para crear su propia
autoridad en el texto, establecer su personalidad literaria, y ocupar un lugar
de supremacía moral que le permitía describir y aprobar o
desaprobar los sujetos que la modernidad iba echando a un lado: los indios, los
negros, los gauchos. Esto no quiere decir, que Martí no haya podido ver y
criticar el papel devastador que tuvo, por ejemplo, la Conquista en
América o las condiciones infrahumanas en que vivían los
indígenas en las reservaciones. No. Martí sí criticó
a quienes pensaban que el indio era “gente inferior solamente para
envainar la espada”,
(OC,
X, p. 272). Criticó el sistema de reservaciones y el maltrato que
recibieron durante la colonia y criticó las teorías
“fantasiosas” de los científicos sobre el origen del
continente, ya que supo ver que los regímenes imperiales de Europa y
Norteamérica imponían su poder y conocimiento a través del
discurso americanista en ellos, para justificar la “desigualdad y la
tiranía entre los hombres”,
(OC,
XXI, p. 432). Como liberal, la solución que Martí encontró
para estos males fue la educación del pueblo, la incorporación del
indígena al trabajo, la ciudadanía, y la eliminación de la
influencia de la iglesia en sus vidas. En el caso de los indígenas
norteamericanos, también apoyó la política de parcelación de sus terrenos.
Al
igual que muchos liberales de su tiempo pensaba que estas medidas eran una
solución al estado de pobreza en que se encontraban los indígenas,
lo cual no quitaba que también buscaran con ellas afianzar su poder de
clase, decidir por ellos las prácticas culturales que debían
preservar o desechar, incluso, utilizar al indígena y los rasgos
“típicos” de su carácter, como un medio para alcanzar
un fin personal, que a su vez se justificaba como un fin común: el
enriquecimiento o el desarrollo económico del país y de las
pequeñas empresas agrícolas en Guatemala. De igual forma, los
“Amigos de los indios” en los EEUU, pensaban que su
“asimilación” o “americanización” al resto
de la sociedad era la única forma de acabar con la vida degradante que
mantenían en las reservaciones, que era posible incorporarlos a los
planes de desarrollo económico, a la
instrucción pública norteamericana, y homogenizar de esta forma la
nación. Sin embargo, como se ha encargado de probar la historia dicha
política fue errada, ya que a la larga representó para los
indígenas la pérdida de sus riquezas y su individualidad ya que se
les exigió que se “des-indianizaran”. Esto es, que mataran al
indio que eran para convertirlos en seres
“civilizados”.
En
las crónicas de Martí el indígena aparece caracterizado de
varias formas, que si bien deben analizarse detenidamente y tienen sus propias
complejidades, podríamos reunirlas bajo dos tipos, uno negativo y otro
positivo. En el primero, el indígena es un ser “perezoso”
enemigo del progreso económico que instauraron las élites
liberales en América. En el segundo caso, es el depositario de una
“bondad” natural que otros corrompen, de una cultura ancestral que
debe sobrevivir y había sufrido mucho. Ambas visiones son invenciones
retóricas que le permitían al cronista posicionarse frente a las
políticas del Estado que siempre estaba listo a subyugarlos, instruirlos
en la nueva moral o incorporarlos a sus planes de desarrollo económico.
De estas dos formas de ver a los indígenas, la crítica martiana
hasta hace poco resaltó únicamente la segunda, ya que su objetivo
era presentarnos a Martí como un defensor de la causa indígena y
un crítico del gobierno norteamericano, (Sacoto, Retamar, Lamore,
Acosta).
2. Y es
cierto que criticar la Conquista y representar al indígena o al negro
lleno de bondad natural tiene un sentido contestatario y humano innegable, ya
que esta forma se originó a raíz del proyecto imperial
español en el siglo XVI, y fue desarrollada luego por los
filósofos de la Ilustración como Jean J. Rousseau en su famoso Discurso
sobre el origen de la desigualdad (1755). Sin
embargo, hacia mediados del siglo XVIII, esta imagen del indígena
comenzó a desaparecer y fue reemplazada por la del indio como un ser vago
y despreocupado. Esta es la imagen que se repite en los textos de Montesquieu,
Buffon, y Turgot; y fue la explicación que acompañó la era
del colonialismo imperialista que se extiende hasta el siglo XXI (Leclercq, p.
82). En los ensayos que he publicado sobre este tema, he demostrado como al
igual que hay en Martí una representación del indígena como
un ser “bondadoso” hay también una profundo aversión
que hace que los vea como seres “bestiales,” “incultos,”
enemigos del progreso económico y lo que es peor, como hombres
dispuestos, como él mismo dice, a “envainar la espada”,
(OC,
X, p. 272). Esto es, a tomar las armas y echar abajo las instituciones del
gobierno.
A
diferencia de la crítica que propuso ver a Martí como un
héroe “antiimperialista” a favor de las clases humildes, mi
objetivo en estos ensayos fue analizar sus crónicas en la medida que
respondían a las políticas del Estado liberal. De ahí que
analice sus crónicas guatemaltecas, mexicanas, norteamericanas
según la perspectiva liberal. En mi artículo del 2006 que es el
origen de las dudas que estoy aclarando en este ensayo, aclaro que un momento
importante en el cambio de la retórica martiana en relación con
los indígenas lo ejemplifica su crónica del 25 de octubre de 1885.
En esta crónica Martí valora su situación en las
reservaciones a través de las críticas de los reformadores, y los
grupos pro-indigenistas, y lo hace apelando a un subterfugio de la voz
narrativa, para expresar sus ideas. Pero aún en esta crónica,
aclaro, Martí expresa ideas que muestran que todavía seguía
pensando en la necesidad de aculturar a los indígenas e incluso
“despojar[los]” de sus tierras, algo que es consecuente con su
postura en Guatemala,
(OC,
X, 326) . En esta oportunidad, Martí afirma que los indígenas eran
bondadosos por naturaleza y que el Estado era el causante principal de su
pobreza y por esto urge a los lectores a solidarizarse con su causa. Lo hace en
un momento importante de la situación política-social de
Argentina, el país donde publica esta crónica. Ese mismo
año, la nación argentina había terminado la campaña
bélica contra los indígenas de la Patagonia (que Martí
apoyó) y había comenzado un proceso de reajuste de su
política interna. Es evidente, sin embargo, que a partir de entonces la
visión que tenía Martí sobre este tema cambia y se hace
más solidaria. Aun así, no dejan de aparecer tópicos e
ideas en sus escritos que ya habían aparecido en años anteriores.
Su crónica sobre Buffalo Bill es un ejemplo, donde caracteriza a los
indígenas como animales salvajes y exalta el espectáculo circense
para un lector que buscaba constantemente escenas emotivas y llenas de
acción. En 1887 incluso, Martí se sirve de la figura del
“salvaje” para valorar de una forma positiva a Walt Whitman, esto
es, como un ser auténtico, que como dice Roger Bartra al referirse a los
caníbales de Michael Montaigne, tenía la capacidad de mostrarle la
salvación al hombre civilizado, permitiéndole reconocer sus
defectos y su carácter artificial (p. 174).
3. ¿Cómo
entender pues estas contradicciones? Para hacerlo propuse remitirnos a las
políticas que pusieron en práctica los Estados modernos en Hispanoamérica. A raíz de la conjunción de
ambas categorías, distintos gobiernos de la región pusieron en
marcha en el siglo XIX una serie de medidas que directamente perjudicaron a los
diferentes grupos étnicos. Estas medidas eran apoyadas por la supuesta
superioridad del blanco y la civilización occidental sobre la originaria,
y surgen, como dice Foucault, en el contexto del liberalismo decimonónico
y la teoría darwiniana. De igual forma, David Theo Goldberg en The
Racial
State,
afirma que la articulación del concepto de la raza es inseparable del
surgimiento, desarrollo y transformación del mismo estado-nación
moderno tanto desde el punto de vista filosófico como material. Fue el
estado liberal, dice Goldberg, el que hizo posible desde el punto de vista
discursivo “a politico-economically prevailing sets of racially ordered
conditions and racist exclusions” (p.
5).
Según
Goldberg, han existido desde entonces dos formas de racionalizar las diferencias
raciales, una que llama “naturalista” y otra a la que da por nombre
“historicista”. La primera es típica de aquellos que
veían diferencias esenciales, fijas o “naturales” entre los
blancos, los negros y los indígenas, mientras que los partidarios de la
segunda, veían las razas siguiendo un progreso lineal, capaz de irse
desarrollando y avanzando con la historia. En el primer grupo Goldberg agrupa
pensadores como Carlyle, Jefferson o Hitler, mientras que deja en el segundo
grupo los partidarios de la asimilación del indígena, aquellos que
creían en su capacidad de irse adaptando y progresando cuando entraban en
contacto con civilizaciones supuestamente más avanzadas. Entre estos
últimos estarían Las Casas, John Locke y John Stuart Mill,
así como Augusto Comte y Karl Marx (p. 79). ¿Cómo articula
pues Martí las diferencias raciales en base de estos dos grandes relatos
del siglo XIX? En términos generales Martí era evolucionista o
“historicista” ya que creía en el desarrollo paulatino de las
civilizaciones y la asimilación del indígena o del negro a la
cultura hegemónica. Esta es la visión que sostiene tanto en
México, Guatemala como los EEUU. No obstante, en algunos casos y en
especial, cuando se trata de los negros, Martí recurre a un punto de
vista “naturalista” mezclado con una especie de optimismo
historicista, al consignar las diferencias físicas entre ambos grupos
manifestándose en la psicología, en la sangre, y
transmitiéndose a través de las generaciones y la
herencia.
4. La
forma en que Martí vio a los indígenas coincidiría pues con
el modo tradicional en que el Estado norteamericano entendió la
“cuestión racial”. Según Goldberg desde 1880 hasta la
Segunda Guerra Mundial, esta fue “una mezcla de suposiciones naturalistas
en lo concerniente a la segregación del negro, y un compromiso
historicista cuando se trataba de la asimilación del
indígena”, (p. 83). De todos modos, no había diferencias
tajantes entre ambos grupos e incluso en algunos casos, un pensador podía
argumentar la inferioridad de los negros desde el punto de vista naturalista y
luego defenderlos con el punto de vista contrario. Un caso paradigmático,
afirma Goldberg, fue el de Lincoln quien creyó en un inicio en la
inferioridad del negro y después aceptó su capacidad para
auto-gobernarse en África, (p. 77). Esto no significa que no hubiese
intelectuales que criticaran el racismo de muchas de las concepciones
naturalistas de estos pensadores ya que al decir de Goldberg, el intelectual
trinitario John Jacob Thomas fue uno de ellos (p. 71) y lo mismo podría
decirse de Martí, en especial del que escribe a finales de la
década de 1880 y principios de 1890, aquel que habla de “raza de
librerías”. Si los “naturalistas” defendían la
tesis de la inferioridad del negro y del indígena, y pensaban que la
mezcla racial solo podía llevar a la degeneración de la raza
caucásica, Martí creía en su desarrollo y progreso, y al
igual que los “historicistas” pensaba que la mejor forma de
incorporarlos era a través de la educación y la ciudadanía.
Entonces, desde el punto de vista económico ¿cómo
articuló Martí las diferencias raciales en los estados-naciones de
formación liberal donde fue a
vivir?
Martí alcanza su madurez intelectual en uno de los procesos más
intensos de formación en Hispanoamérica: la instauración y
afianzamiento de los gobiernos liberales en México, Guatemala y
Argentina, la expansión de los capitales ingleses, franceses y
norteamericanos al resto del mundo, así como uno de los periodos de
inmigración más grandes en la historia de Occidente. En
Hispanoamérica, dicho momento corresponde con el surgimiento del
Modernismo, y proyectos económicos encaminados al desarrollo de la
región. Esto es lo que Ángel Rama definió como la
incorporación violenta de América latina a la modernidad, (p.
129). Según Julio Saavedra Molina, quien sigue la definición
epocal del modernismo que originó Federico de Onís, “el
modernismo en literatura no es otra cosa que lo que en política se llama
liberalismo”, (V, I, p.140). Para Saavedra, los dos factores
fundamentales que caracterizan este periodo son el anhelo de reformas tendientes
a obtener mayor justicia social y la defensa de la libertad individual
(ibid.).
No obstante, desde el punto de vista económico y social, los liberales
hispanoamericanos propusieron también medidas que no fueron tan
“justas” para los indígenas. Estos propusieron el cultivo
intensivo de las tierras que estaban ociosas o que pertenecían a los
indios; el blanqueamiento de la población a través de la mezcla
racial con los europeos, en el caso de México; la “conquista”
de los territorios indígenas en el caso de Argentina; la
unificación lingüística del país y la educación
laica. Esto invariablemente llevó a estas sociedades a lo que E. Bradford
Burns llama un “conflicto de culturas” donde las elites sociales y
económicas lucharon por instaurar la ideología del progreso y al
mismo tiempo rechazaron los modos tradicionales de las clases bajas, los
indígenas y los descendientes de africanos.
5. Las
lecturas del modernismo y de Martí que parten del concepto epocal, no
solo descuidaron el Martí liberal, sino que ignoraron completamente la
cuestión racial. Con esto no quiero decir que hayan faltado ensayos que
aborden el tema del negro o del indígena en sus obras, ni que se haya
dicho que Martí era un liberal de su tiempo. No. Digo que a los
críticos nunca les interesó indagar las similitudes entre la forma
clásica en que entendieron los liberales la participación de estas
minorías en las sociedades capitalistas y la forma en que Martí
analizó el “problema indio” en Guatemala, México y los
Estados Unidos. De hecho, los estudios sobre el modernismo y en especial de
Martí han partido casi siempre de las diferencias y no de las similitudes
entre la ideología del cubano y la era de expansión y desarrollo
capitalista de finales del siglo XIX.
Comenzando
con el libro de Fernández Retamar, Calibán,
y siguiendo con los ensayos de Ángel Rama, Julio Ramos, Ivan Schulman,
Rafael Rojas y tantos otros, la modernidad de Martí se enfoca a partir de
la oposición irreconciliable entre su ética emancipatoria y el
capitalismo norteamericano, de ahí que todos hagan hincapié en la
crítica de Martí a la economía y la política de los
EEUU y que enfrente el cubano a Sarmiento, el modelo de liberal
decimonónico por excelencia. De este corpus crítico, sale pues la visión de un Martí como
bastión de la “anti-modernidad,” como el sujeto que asume el
lugar de enunciación de los pobres, los indígenas, los negros, y
los marginados del sistema económico más poderoso del planeta y
trata por ello de revindicarlos. Su escritura y su “estética”
serían las armas de lucha a favor del “tercermundismo” y la
moral emancipatoria que desprecia el valor del dinero y el imperialismo
norteamericano. Según Rama, por ejemplo, Martí es un
“cancelador de la modernidad’, ya que “proporcionó los
argumentos negadores necesarios para su cancelación y superación
dialéctica”, (“La dialéctica”, p. 132). Sin
embargo, las ideas de Rama en este aspecto se basan sobre todo en la experiencia
que vive Martí en los Estados Unidos y sobre todo, la de sus
últimos años. Rama entiende que el cubano reconoce y acepta el
liberalismo que es la “ola que lo lleva con su tiempo”, pero
descarta cualquier experiencia de este tipo que tuvo en países como
Venezuela, México y Guatemala, que según afirma no muy
acertadamente, eran “todavía hostiles a la nueva cultura” de
incorporación de sus economías a los mercados de Estados Unidos y
Europa. Este es el periodo que el mismo Rama, siguiendo a Tulio Halperín
Donghi, fija alrededor de 1880, (p. 143). Se entiende, por tanto, que Rama, como
hace la mayoría de estos comentaristas, pase directamente a enfatizar la
crítica martiana al “destino manifiesto” de
Norteamérica y tome como eje central de su ideología su ensayo
“Nuestra América”, (p. 144). No es extraño tampoco que
la “anti-modernidad” de Martí sea su preocupación
fundamental, ya que de un tirón, el crítico uruguayo encierra los
quince años que pasó Martí en los Estados Unidos, en un
solo miedo y una misma preocupación: “De 1880 a 1895 - afirma Rama
- Martí vivirá en la permanente ‘agonía’ de la
inminencia del zarpazo imperialista, voceándolo en todas las formas que
le era posible, multiplicándose para alertar a los países del sur
del Río Bravo”, (p. 144).
6. ¿Cómo
entonces podía pensarse que Martí había coincidido con el
Estado capitalista burgués en medidas que le fueron tan desfavorables a
los indios? Esto y todo lo demás que no fuera ese
“agonía” al “zarpazo” resultaba secundario. Por
esa primera etapa había que pasar rapidito y desembocar en lo que Isabel
Monal llamaba el “democratismo antiimperialista” de Martí. No
importaba que gran parte de su vida Martí pensara de una forma tan poco
radical. Que apoyara la expropiación de las tierras indígenas en
Guatemala, que los llamara “bestias,” que justificara el trabajo
forzado porque “a veces los indios se resisten pero se educará a
los indios”,
(OC,
VII, p. 157). Mucho menos que hubiera apoyado desde el periódico La
América de New York la Conquista del desierto que hizo el general Roca en la Argentina,
la fundación de nuevos pueblos de colonos blancos en la Pampa, en
territorios que antes eran de los indígenas, como es el pueblo de
Juárez o las medidas que toma el gobierno de EEUU para acabar con el
“problema indio”. Todo lo que estuviera fuera de la
“crítica” martiana a la modernidad norteamericana resultaba
pues irrelevante, impensable y contrarrevolucionario. De unos años para
acá, sin embargo, hemos avanzado un largo trecho y ya los críticos
martianos que escriben fuera de Cuba comienzan a aceptar que al menos en la
cuestión indígena, Martí tuvo ideas equivocadas.
En
su artículo “José Martí e los indios de
Norteamérica”
publicado en Cromohs Alessandro Badella argumenta que era importante ver las ideas de Martí en
relación con los indios norteamericanos dentro del conjunto de
proposiciones que representó el liberalismo en Hispanoamérica. No
puedo estar más de acuerdo con su propuesta ya que esto es justamente lo
que he venido repitiendo durante varios años. Sin embargo, tengo varias
objeciones a su ensayo que me gustaría aclarar. En su artículo
Badella compara el caso de Martí con los liberales argentinos Sarmiento y
Alberdi, algo que también hice yo en ensayos que publiqué en
España y los Estados Unidos, pero según afirma el crítico
italiano, mi tesis no explica “totalmente” la forma de pensar de
Martí sobre estos temas, ya que si bien hay un lado negativo en su modo
de apreciar a los indígenas, también hay uno positivo, y esto lo
demuestra su crónica de 1885. Dice Badella en el abstract de su ensayo:
Martí, in this racial struggle and racist instincts, experienced a dual vision about the “Indian problem” in the Americas. In his first essays he focused on the positivistic view, really common among Latin American cultural élites (from Alberdi to Sarmiento), which depicted the Indian people as the burden of creole and white race in the path toward progress.
7. Mi primera reacción ante este comentario fue preguntarme si esto acaso no fue lo que había dicho yo[1] ¿Habrá leído Badella mis artículos? Si pudo encontrar este ensayo del 2006 ¿por qué no encontró los otros? De haberlo hecho seguramente hubiera tenido que rectificar su tesis. No obstante, Badella cita mi trabajo donde hablo sobre el liberalismo de Martí, los indígenas y lo que él mismo llama los “primi scritti martiani”. Comienza demostrando que en sus primeros escritos, Martí criticó a los indígenas mexicanos y guatemaltecos llegando a decir que en ellos: “El hombre inteligente está dormido en el fondo de otro hombre bestial. . .La raza imbécil: he aquí a nuestro juicio la explicación de la raza miserable”, (OC, VI, p. 283). En esta primera parte de su investigación, Badella no menciona ninguno de los artículos publicados hasta la fecha que muestran este lado comprometedor de Martí. Para ser exactos, no menciona los trabajos de Larry Cata Backer, Juan Blanco, Félix Valdés García ni Lino E. Morán Beltrán que mencionan este lado de la retórica martiana. El fragmento que menciona Badella aquí, por ejemplo, yo lo había analizado en otros dos artículos sobre el tema, y lo había citado además Juan Blanco en el suyo. Pero Badella nuevamente ignora estas referencias y afirma que en este fragmento es “probabilmente lo zenit dell'atteggiamento stereotipato e pregiudiziale nei confronti degli indios”. A su vez, esta reflexión le provoca otros comentarios que sitúan al cubano dentro del impulso liberal y positivista que sacudió Hispanoamérica en aquella época y por esta razón lo critica ya que “cadde vittima del preconcetto dei conquistadores spagnoli (poi impiantatosi anche nell'elite liberale ottocentesca): tutto ciò che non rispondeva ai canoni occidentali era un ostacolo ‘barbaro’ alla civilizzazione”. ¡Que coincidencia! Me vuelvo a decir: yo también digo algo similar cuando discuto el apoyo que le dio Martí a la élite argentina al conquistar Las Pampas. Martí “no se percata” digo yo “que ver el conflicto armado como una victoria deseada y necesaria, significaba reactivar la ideología colonial, la del conquistador español, que impuso por la fuerza su lengua y su cultura sobre los aborígenes. Que expropió sus tierras, humilló a sus mujeres y los convirtió en ‘bestias’ ”.[2] De modo que Badella escribe sobre los “primi scritti martiani” como si nadie más lo hubiera hecho antes que él, como si él fuera el único que cita estos fragmentos y los interpreta de esta manera, como si fuera el único que entiende que Martí trabaja, cuando escribe estas crónicas, dentro del paradigma positivista /liberal /europeo. Solamente, en la segunda parte de su ensayo, cuando analiza la opinión de Martí sobre los indígenas de los Estados Unidos es cuando cita mi artículo del 2006. Cita fragmentos de Martí que también aparecen en el mío y su punto de vista no se diferencia en casi nada del nuestro salvo en los lugares en que me malinterpreta. Porque Badella aun cuando dice que está de acuerdo con mi tesis, me critica porque mi visión de Martí estaba parcializada, y no mostraba la forma en que el cubano salía en defensa de los indios. Su interés principal estaba pues en demostrar que Martí pasa por dos etapas y que al final sí los defendió. Dice Badella:
Jorge Camacho, come detto, ha messo in luce non solo l'etnocentrismo delle idee di Martí, ma anche il suo razzismo (anti-indiano) di fondo. Questa impostazione è solamente parziale, poiché si ferma solamente sulla prima fase della dialettica martiana [...]
8. Nótese
que aquí Badella no dice que mi tesis se basa en los primeros escritos de
Martí, sino en la “prima fase della dialettica martiana” con
lo cual deja abierta la posibilidad de hablar en nombre propio de estos textos e
ignorar a su vez lo que yo había dicho sobre los posteriores, esto es,
los de 1885 y 1887. Juan Blanco en su artículo “Modernidad y
metamodernidad en el discurso de José Martí sobre el
indígena”, (otro ensayo que también menciona Badella), me
reprocha lo mismo, que yo haya cargado el acento en el Martí comprometido
con el proyecto moderno y no haya analizado “nuestra
América”. Dice Blanco, “el error de Camacho es olvidar el
hecho de que Martí tiene algunas intuiciones creativas, intuiciones
intelectuales que le hacen alejarse del pensamiento moderno occidental”,
(p. 24). Su propuesta específica es que Martí es
“ambiguo” cuando habla de estos temas y por esto habla de ese cambio
en “Nuestra América,” donde aparece un discurso que
según afirma, “incluye al indígena contemporáneo, que
se solidariza con su sufrimiento y la realidad de explotación”, (p.
25). “El indígena” afirma Blanco “no es un instrumento
del progreso americano,” sino un “miembro más de
América”,
(ibid.).
Antes de analizar el papel que juegan los indígenas en
“nuestra América” quiero decir algo en mi
defensa, ya que desde un
inicio de mi ensayo (2006), afirmo que hay un cambio visible en sus escritos y
que esto ocurre a partir de su crónica de 1885. Allí
argumenté que si bien a Martí se le conocía por ser un
defensor de los indígenas, había otro lado de su retórica
que lo apartaba de ellos y por tanto iba en contra de la visión
tradicional que teníamos de él. Dije que a pesar de que en 1885
Martí “fustiga con fuerza al Estado por haber convertido en
‘fieras’ a los indígenas”, que si bien en esta misma
crónica “Martí va mucho más lejos que en sus
críticas anteriores al sistema estadounidense” su discurso no era
“enteramente positivo ya que en diversas crónicas este recurre a
una gastada tipología para referirse al indígena”
(párrafo 4) (“Etnografía, política y poder”).
Dije esto refiriéndome a sus artículos sobre los indios de
Guatemala y México y a su crónica de 1882 en los Estados Unidos en
que Martí cree que los indios deben unirse al proyecto moderno, y seguir
las pautas que tenían los liberales latinoamericanos entonces:
educación, incorporación al trabajo, propiedad privada, abrazar la
modernidad, etcétera. Por esta razón termino refiriéndome
al apoyo que le dio a la Ley Dawes y su traducción de Ramona (1887). No puse especial énfasis en el lado “positivo” de
Martí porque me pareció innecesario repetir lo que ya muchos
habían dicho antes que yo y que toman “Nuestra
América” como el centro de la discusión, (Retamar, Lamore,
Acosta).
En
otros ensayos reitero esta dualidad en la retórica martiana al analizar
sus ideas sobre los indígenas (2003, 2007, 2008). Porque no niego que en
algunos momentos, Martí se distancia del discurso tradicional de las
élites modernas y la razón imperial. Y lo hice además
porque de haberme dedicado a hablar exclusivamente de la “prima fase della
dialettica martiana,” los lectores externos de la revista Kacike que
publicó originalmente este ensayo (a pesar de la molestia y la insultante
respuesta de uno de los lectores), no lo hubieran aceptado. ¿Por qué
entonces Mr. Badella insiste en que yo no veo la “defensa” del
indígena en Martí o que no reparo lo suficiente en sus textos más tardíos como el ensayo “Nuestra América”?.
9. El
problema está, de nuevo, en que esta no es la tesis ni de Badella, ni de
Blanco, sino sido la tesis de todos los que han escrito sobre Martí y la
cuestión indígena. Es una “tesis colectiva,”
“hegemónica” que repiten todos lo que quieren demostrar que
Martí fue un luchador antiimperialista, a favor de las causas justas y
los marginados. La diferencia ahora es que ya están aceptando que no
siempre Martí estuvo a favor de los indígenas. Les falta aceptar
ahora que a pesar de que Martí “cambia”, no se aleja mucho en
ensayos como “Nuestra América” y su discurso “Madre
América” del paradigma positivista moderno.
¿Qué
critiqué entonces de Martí en mi ensayo del 2006? Critiqué
su “etnocentrismo” – como dice Badella – pero no solo
eso, sino también su idea de la necesidad de “americanizar” y
asimilar al indígena, su paternalismo heredado de la Colonia (el indio
como niño), y su idea de evolución y desarrollo de las culturas
que convertía a los indígenas en seres que aún no se
habían desarrollado y por eso eran percibidos como “bestias,”
“larvas” y “gusanos”. Esta era la razón por la
que Martí y el resto de los liberales y políticos de la
época, aceptaban que el Estado y “el buen Miles” debía
guiar sus pasos, debía “mejorar” sus vidas y convertirlos
en “ciudadanos.”
En
esta segunda parte de su ensayo, Badella pone el peso de su
interpretación entonces en la idea de asimilación o
americanización de los indígenas y lo hace comparando a
Martí con los principales líderes del grupo que luchó por
cambiar su situación en las reservaciones: los políticos,
abogados, y antropólogos, entre los que estaban Alice Fletcher y el
general Nelson Miles. Algunos de los pasajes que cita Badella en su ensayo, y
las fuentes a las que recurre son los mismos que aparecen en el mío y los
argumentos corresponden también con la óptica etnocéntrica
de Martí y la que tenían estos pensadores que buscaban
desindianizar al indio porque pensaban que su cultura (blanca) era superior a
las de ellos. Su objetivo era obligarlos a que dejaran su modo de vida
tradicional y se acogieran a la forma de vida norteamericana. Según
Badella, sin embargo, mi visión de esta problemática en
Martí era incompleta y mi crítica a su “etnocentrismo”
encubría una especie de “racismo de fondo”. ¿Por
qué dice esto? Porque obviamente Badella no entendió bien mi
ensayo. Y me explico.
Entiendo
por etnocentrismo algo muy diferente a racismo. Decía en mi ensayo:
La diferencia entre racismo y etnocentrismo la explican John P Jackson y Nadine M. Weidman en su libro Race, Racism and Science. Social Impact and interaction. Dicen estos autores: “racism can be distinguished from ethnocentrism – the belief that one’s culture, beliefs and value, system are superior to those of other groups. Like racism, ethnocentrism is a value judgment that one group of people makes about other groups [but] unlike a racist society, an ethnocentric society allows those from other societies to escape their inferior position by throwing off their ‘wrong’ beliefs and values and adopting the ‘correct’ beliefs and values of the dominant group”, (p. xv) (cit. en “Etnografía, política y poder”).
10. Para
los racistas, entonces, la raza no tiene forma de “mejorarse.” No
puede escapar a su condición de atraso. Solamente puede (y debe) perecer.
Para los que promueven una visión etnocéntrica de la cultura, en
cambio, el otro tiene que despojarse de sus malos hábitos y aceptar los
de la otra aparentemente más desarrollada. Solo así puede escapar
a su destino. Martí era de estos últimos. Era un pensador
“historicista” o “evolucionista” que creía que
los indios debían adaptarse a la vida de los hombres blancos y
civilizados y seguir evolucionando como la “larva” o el
“gusano”. Esto, repito, no quiere decir que no defienda a los
indígenas o no critique al Estado por tratarlos de una forma inhumana y
desleal. Tampoco significa que él no se divierta mirando el
“espectáculo magnífico” de Buffalo Bill y que al
hacerlo no exotice a los indios en el momento que representan el drama terrible
de su derrota. Por esta razón afirmo que ese cambio de Martí dista
mucho de lo que desearíamos que fuera, ya que si bien con los años
en los EEUU, el cubano cambia su retórica y esta se vuelve más
radical y crítica de las desigualdades sociales y por tanto de la
condición de los indígenas, todavía en su etapa posterior a
1885, Martí sigue argumentando a favor de medidas que le fueron
dañinas y sigue viéndolos con paternalismo y resquemor.
Esto
lo demuestra su preocupación por la alianza tradicional entre los
“incultos” (indígenas, gauchos y las clases bajas) y los
caudillos como Juan Manuel de Rosas en Argentina, un temor que comparte con otro
de sus pensadores de cabecera, Simón Bolívar, y un argentino que
todos critican pero que él sentía mucho orgullo de que lo hubiera
elogiado: Faustino Sarmiento. Lo demuestra también su apoyo a la Ley
Dawes, su razonamiento de que el “despojo” de sus tierras, eran
racional y necesario; su tipificación del indígena como animales
al acecho en su crónica de Bufalo Bill; en su elitismo acerbo ya que
pensaba que la clase culta debía gobernar a la inculta. Badella no ve
nada de esto en la obra de Martí y por eso tal vez crea que mi
crítica de Martí sigue siendo demasiado negativa. Lo es. Pero el
problema está en que yo no me contento con la “defensa” stricto
sensu del
indio cuando critica al gobierno norteamericano. Insisto en que su propia
solución para el “problema indio” pasa por las medidas que
propusieron los políticos como Lamar, los generales como Nelson Miles o
los “Amigos de los Indios” que significaba su obligada
adaptación a las formas capitalistas de desarrollo, convertirlos en
propietarios de las tierras, en agricultores y artesanos. Es decir
“americanizarlos,” matar al indio en ellos y convertirlos en seres
“civilizados”. En su ensayo, Badella salta de las primeras crónicas
de Martí a “Nuestra América” y afirma
que
In Nuestra América, il grande intellettuale cubano suggeriva anche un antidoto per quelle forme di conflitto tra civiltà, proprio come nel caso del difficile rapporto tra i nordamericani WASP e gli indiani.
11. Es
decir, ya aquí, según cree, Martí supera el etnocentrismo de sus primeros escritos
ya es el Martí que todos conocemos: “il grande intellettuale cubano”. No hay que mencionar
aquí los numerosos autores que Badella y Blanco podían traer a su
lado para apoyar la tesis de la definitiva consagración del cubano.
Badella menciona aquí el ensayo de Blanco, pero también
podía mencionar otros cien que ven en “Nuestra
América” la solución de todos los males del continente.
¿Pero es realmente así? ¿Es este ensayo la piedra filosofal y
la solución de nuestros
problemas?
En
su crónica del 24 de julio de 1885, el mismo año que publica Amistad
Funesta y
su crónica más crítica de los indígenas en las
reservaciones
norteamericanas, Martí
hace un alto al hablar de la política migratoria norteamericana y en
medio de la narración obliga al lector a reflexionar sobre
“nuestra” realidad social. Dice:
Con nuestra clase fina cultísima, y nuestras clases bajas rudísimas, somos como un libro de Barbey d’Aurevilly en manos del hombre fresco de la selva. Tenemos cabeza de Sócrates, y pies de indios, pies de llama, pies de puma y jaguar, pies de bestia nueva (OC, X, p. 261).
¿Qué
significa esto?Significa que en América todos no somos iguales, ya que
Martí le aclara a los lectores que existe una escisión fundamental
en el continente que representa un problema horrible para el intelectual: un
cuerpo casi monstruoso, en que los la élite culta a la que pertenece
él, representa la “cabeza socrática” y los
indígenas, los pies de “bestia nueva”. La única forma
de solucionar esa monstruosidad cuya literalidad remite a Horacio, era ser todos
como Sócrates, “ponernos cuerpo en relación a la
cabeza”. De ahí que la literatura sea una forma de irnos
“afinando”, convirtiendo lo que tenemos de indígena en seres
civilizados. Por esta razón, dice Martí, la tarea fundamental
debía ser el estudio.
No
hay dudas, por tanto, que entre los pies del indígena/bestia y la
“cabeza socrática” en este fragmento, Martí escoge la
cabeza. Esta representaría la cultura, mientras que las extremidades
bajas representarían la naturaleza. Podría pensarse que más
tarde Martí “evolucionó”, pero en “Nuestra
América” Martí recurre a una división del cuerpo
político que no es para nada distinta a la que presenta en esta
crónica. Afirma en “nuestra América”: “con la
cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, vinimos, denodados, al mundo
de las naciones”,
(OC,
VI, 18). Esta frase, que marca el origen del conflicto que señalamos
más arriba y que en términos cronológicos representa el
paso de la colonia a la independencia, es el nudo que va a desarrollar en todo
el ensayo, ya que en lo adelante, Martí reparará en el choque de
la clase letrada y los analfabetos, aquellos que eran en su mayoría
indígenas, campesinos o pobres, más aprensivos o abiertamente
opuestos a la modernidad que proponían las élites de los gobiernos
liberales de la época, (Rufino Barrios en Guatemala y Porfirio
Díaz en México).
12. Estos
“incultos” eran aquellos que representaban un problema potencial
para el Estado liberal. Era los hombres y mujeres que los distintos gobiernos
debían mantener vigilados y administrar adecuadamente con el fin de que
pudieran contribuir a sus planes de desarrollo, porque de lo contrario,
podían volcar con su fuerza bruta las instituciones establecidas. De ello
se desprende que el “estudio” (tanto de los indígenas como de
la sociedad en su totalidad) sea la tarea principal que según
Martí debía acometer este letrado en todo el continente. Que
sólo a través del análisis de las condiciones reales de
vida fuera posible vencer el mal y poner el cuerpo “indio y criollo”
a la par de la “cabeza blanca” y “socrática”. En
la práctica esto significaba convertir la literatura en una herramienta
didáctica, sustituir las asignaturas humanísticas en las
universidades por las ciencias positivas, unificar el país
lingüística y culturalmente, incentivar el estudio y aculturar a las
masas. En un artículo temprano, afirma: “es preciso fomentar el
estudio de las ciencias como vía única para el conocimiento de las
verdades”,
(OC,
XV, p. 192). Mientras que en el mismo fragmento anteriormente reitera: “La
literatura debe afinarnos y entretenernos, no ser nuestra ocupación
favorita y exclusiva: nuestra ocupación favorita debe ser el estudio,
¡hondo y de prisa! de nuestras condiciones peculiares de vida”,
(OC,
X, p. 261).
Este
énfasis que pone el cubano en la investigación y las ciencias ya
era una realidad en muchos países del continente cuando Martí lo
recalca en “Nuestra América” (1891). Como dice Charles Hale,
los positivistas tuvieron su influencia más directa en
Hispanoamérica en “los esfuerzos por reformar la educación
superior para satisfacer los imperativos de la nueva era”, (p. 384). En
este esfuerzo se jugaba el destino de la educación de la “nueva
élite”.[3] En México una de las “cabezas” más visibles de este
movimiento fue Gabino Barreda, un médico que estudió con Auguste
Comte en Francia y que fue el director de la Escuela Nacional Preparatoria hasta
el año 1878 en que fue despedido por su labor bajo los gobiernos de
Benito Juárez y Lerdo de Tejada, (p. 384). La idea era reemplazar las
materias de estudio tradicionalmente humanistas y religiosas por las ciencias
positivas y uno de los preceptos de esta educación era lo que se llamaba
en la época la “política científica,” que
según Hale está asociada a diversas formas de
autoritarismo.
13. En México la política científica tuvo su máximo representante en Justo Sierra, gran amigo de Martí, y en Francisco G. Cosmes quienes escribían para el periódico La libertad. En Chile el abanderado fue otro líder liberal José Victoriano Lastarria. Martí, quien estaba al muy al tanto de los esfuerzos de estos gobiernos e intelectuales por reformar la educación y convertir la política en una ciencia, dice en una reseña de 1876:
la enseñanza de la ciencia política está fortaleciendo los espíritus de la América del Sur: Pradier-Foderé va a Lima y explica un curso. Lastarria, el diplomático chileno, reduce la política a los preceptos de Comte, y escribe un libro luminoso, “La política positiva”, (OC, VII, p. 348).
En efecto, en este extenso tratado, Lastarria analiza las formas de gobierno y las políticas que habían seguido algunos países latinoamericanos y entre otros aspectos, diserta sobre la separación de la religión y el Estado (p. 98) y la libertad de enseñanza. Martí en su reseña para la Revista Universal de México llama “luminoso” el libro de Lastarria, pero como parece indicar se inclina por otro sobre el mismo tema, el libro de Luis Varela, La democracia práctica. Según aclara, el libro de Varela es
una piedra sólida: La política positiva de Lastarria ha cincelado en la sombra: Varela ha tallado en al piedra verdadera, pesada, real. Aquello será lo venidero; pero esto es lo práctico por donde se ha llegado a él. En otros libros, leer es distraerse: en La Democracia práctica, leer es saber, (OC, VII, p. 349).
Varela, quien era abogado y diputado argentino, aborda en este libro algunos temas importantes de la política en Europa, los Estados Unidos e Hispanoamérica. Entre estos temas están la forma de elecciones, el voto minoritario, la limitación del sufragio y el fraude electoral. Al hablar de estos temas, Varela maneja la historia constitucional del continente así como le provee al lector cifras y estadísticas que le ayudan a demostrar sus argumentos. Es de suponer entonces que Martí, quien años después va a crear el Partido Revolucionario Cubano, con el fin de llevar a Cuba la “guerra necesaria” y quien de antemano debía tener muy claro que tipo de gobierno quería para su país, debió prestar mucha atención a estos libros de “política científica”. Porque de lo que se trataba era, según Martí, de la “cientificación – palabra nueva pero precisa – de la libertad” aclara.
La libertad es como el genio, una fuerza que brota de lo incógnito; pero el genio como la libertad se pierde sin la dirección del buen juicio, sin las lecciones de experiencia, sin el pacífico ejercicio del criterio, (OC, VII, p. 347).
14. “Nuestra América” habría que leerlo por tanto como un llamado al estudio de las condiciones del país, como una forma de convertir la política de gobierno en una rama científica y práctica en constante escrutinio de la experiencia y el criterio. En este ensayo el énfasis estará en la necesidad de educar a las nuevas generaciones, en distinguir entre “creer” y “saber”, la razón práctica y en el “libro importado”, entre “la falsa erudición” y la verdadera “naturaleza”, elementos todos que se refieren al conocimiento.
El premio de los certámenes - dice Martí - no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en al cátedra, en la academia debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país, (OC, VI, p. 18).
Pero
si bien Martí critica en este ensayo lo que llama “el libro
importado” la frase no debería tomarse al pie de la letra ya que
de lo contrario no tendría sentido que poco después dijera
“injértese en nuestras repúblicas el mundo”,
(OC,
VI, p. 18). Más bien lo que debe leerse es una crítica a “la importación
excesiva de
las ideas y formulas ajenas” [énfasis nuestro]
(OC,
VI, p. 19), con lo cual efectivamente, Martí deja abierta la puerta para que
cada cual utilice las ideas extranjeras de la forma que mejor se acomoden a ese
“tronco” que debía ser la cultura nacional. Este
cosmopolitismo en política, al igual que en literatura es un rasgo
típico del Modernismo latinoamericano, de su propia literatura, de la
incorporación de patrones, ideas y formas artísticas a finales del
siglo XIX en América que tiene su correlato en la inmigración
masiva de extranjeros a países como la Argentina y Guatemala, y la
incorporación del continente a los mercados internacionales. Esto son
algunos de los rasgos que definen el liberalismo en Hispanoamérica a
finales del siglo
XIX.
Entre
las críticas que Martí le hace a los gobiernos latinoamericanos
está el haber ignorado a las minorías, cuando lo correcto hubiera
sido “hermanar”, en “desestancar al indio; en ir asiendo lado
al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y
vencieron por ella”,
(OC,
VI, p. 20). Así se hubiera incorporado a los nuevos países, sugiere
Martí, el “indio mudo,” o al “negro oteado” que
cantaba junto a “las olas y las fieras”
(OC,
VI, p. 20). No se hizo y por tanto ésta era una tarea pendiente para el
futuro. ¿Cómo “desestancar al indio”? La respuesta que
daban muchos positivistas, liberales y krausistas era incorporándolos a
la enseñanza pública, laica y obligatoria del país y
obligándolos a trabajar en los proyectos de desarrollo del Estado. Por
esto al mismo tiempo que el gobierno de México reestructuró la
educación superior, dictó leyes para que los indígenas
participaran en ella de forma masiva, haciéndola obligatoria a nivel
elemental tanto en el Distrito Federal de México como en sus territorios.
15. Según
Powell en 1889, el entonces Ministro de Justicia e Instrucción
Pública, Joaquín Baranda organizó el Primer Congreso
Nacional de Instrucción Pública, donde los delegados afirmaron su
fe en la capacidad del indígena para educarse. Si se integraba al
indígena al sistema educacional, decían los delegados al Congreso,
muchos de los cuales eran de filiación positivista, pronto se
probaría que la llamada inferioridad racial del indio no era más
que un mito, (p. 25). En Guatemala, al igual que en México y en los
Estados Unidos, Martí abogó por la educación del
indígena. Esto los haría “hombres útiles” a la
Nación, incorporándolos de forma exitosa y productiva al resto del
país. En “Nuestra América”, Martí entiende pues
que la sociedades hispanoamericanas de finales de siglo seguían divididas
por concepto de etnia y que ningún buen gobernante en América
podía serlo si no gobernaba el país tomando en cuenta sus factores
naturales. Bolívar ya había reparado en esta necesidad. Pero el
error estuvo, dice Martí, en no acomodar las leyes a los hombres y en
querer gobernar “pueblos originales, de composición singular y
violenta de leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los
Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia”,
(OC,
VI, p. 17). Si los gobernantes no atendían a estos factores, “el
hombre natural” echará abajo las instituciones.
¿A
quién se refería Martí entonces por lo que llama
“hombres naturales”? No lo aclara en este ensayo, pero al juzgar por
este y otros textos, eran los mismos que se oponían a la “cabeza
socrática” y la “clase cultísima”. Eran los que
representaban en el discurso tradicional latinoamericano la naturaleza y la
“barbarie”. Eran todos aquellos que no pertenecían a la
élite culta del país, los hombres “incultos” que en
México, Guatemala, Perú, Bolivia y tantos otros países
hispanoamericanos eran en su mayoría de origen indígena. Por eso,
cuando Martí dice en “Nuestra América,” “no hay
batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa
erudición y la naturaleza”,
(OC,
VI, p. 17), es cierto que critica a Sarmiento, pero sigue trabajando en esa
dicotomía ya que los términos que equipara son barbarie-naturaleza versus civilización-erudición. El primer binomio pertenece al mundo
“natural” y el segundo a la cultura. El problema está
nuevamente en cómo definir, desde el punto de vista del conocimiento,
ambos términos y ver qué papel jugarían en la
política las universidades que Martí dice en este ensayo deben
dejar de enseñar los griegos, para estudiar la antigua cultura de los
Incas. Como dice Calixto Mazo y Vázquez en “Ideas de José
Martí sobre las universidades” lo más importante en este
aspecto para Martí era entender la “heterogeneidad cultural y
social”, del continente, “pues la etnia cede ante la cultura. Y la
historia y la sociología confirman esta afirmación de
Martí”, (p. 454). Para Martí, por consiguiente, dice Mazo y
Vázquez, la principal misión de las universidades no era instruir
sino “preparar a los hombres cultos para que comprendan y puedan resolver
los problemas de los “incultos”, (p. 454). Dice el cubano en Nuestra
América:
El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder, y han caído en cuanto les hicieron traición. (OC, VI, p. 17) [énfasis nuestro].
16. Si
en este fragmento, Martí aclara que “el hombre natural”
acataría y premiaría la “inteligencia superior”
mientras ésta última no lo dañara, al igual que la
metáfora del “buen salvaje” sobre la que se basa este
argumento, la frase es ambivalente y problemática ya que deja claro, que
estos eran siempre un causa de temor porque se guiaban por sus sentimientos y su
carácter natural y no por su raciocinio que era un atributo de los
cultos. Esto les impedía arreglar los problemas dentro de los marcos
constitucionales y los hacía una presa fácil de los tiranos. Como
afirma en el mismo lugar, era por la existencia de estas clases bajas y por su
“conformidad con los elementos naturales desdeñados” que los
caudillos habían llegado al poder. Si los gobernantes elegidos se
equivocaban, si no dirigían el país de acuerdo a la
disposición natural de sus pueblos, los países de América
volverían a sucumbir a los gobiernos autoritarios. Por esto, según
Martí la política debía ir unida a la instrucción y
la cultura. De ahí su resquemor también por los militares ya que
como afirma en 1886, “solo por las sorpresas de la guerra puede subir un
hombre inculto al poder”,
(OC,
XIII, p. 1956).
¿Cómo
entender este elitismo de Martí y este temor por los que llama
“incultos”? Sugiero analizarlo en el contexto de la experiencia
política y constitucional de Hispanoamérica en el siglo XIX, y en
una percepción del caudillismo que tiene su origen en lo social. Me
refiero con esto a los dictadores que durante este tiempo se hicieron tan
populares en el continente. En Argentina fueron famosos Juan Facundo Quiroga,
Martín Güemes, Felice Varela, y en especial Juan Manuel de Rosas que
estuvo al frente del país desde 1829 hasta 1852, y que como dice Faustino
Sarmiento en Facundo:
civilización contra
barbarie,
fue apoyado por los sectores populares de la Argentina: los gauchos, los indios
y los
negros.[4] Según Burns, estos caudillos representaban a la gente del pueblo, y
ejercían una especie de “democracia inorgánica” que
defendían los intereses del campo y rechazaban el deseo de las
élites por europeizar el país (“Folk caudillos”, p.
117). Las élites cultas que se le oponían, agrega Burns,
tenían un concepto teórico del gobierno. Creían en la
separación y el balance de poderes, en la igualdad, en el federalismo y
en otras ideas en boga en los Estados Unidos y Europa. Los caudillos populares,
en cambio, se apoyaron e identificaron con las masas populares quienes se vieron
reflejados en sus gobiernos mucho más que en cualquier otro programa
político que invocara las soluciones importadas por los intelectuales y
las élites (Burns “Folk caudillos”, p. 120). En el caso
específico de Guatemala, cuya población en el siglo XIX era en su
mayoría indígena, la alternancia entre los poderes liberales y los
conservadores da una idea clara de las prioridades de estos gobiernos y los
sectores sociales que protegían. Durante la década de 1830,
Mariano Gálvez trató de remodelar Guatemala y hacer desaparecer
las instituciones indígenas con el fin de volver al país
más europeo. Favoreció la inmigración extranjera, el auge
económico, así como la incautación de los terrenos que
antes eran de los indios. Después de mucho resistir, en 1837, los
indígenas se sublevaron y junto con Rafael Carrera, pusieron en el poder
un gobierno conservador que echó por la borda todas estas medidas. Nunca
antes ni después los indígenas fueron mejor tratados. Sin embargo,
como dice Burns, “the Indian victory under Carrera proved to be as
transitory as the gauchos’ under Rosas” (“Folk
caudillos”, p. 129). La muerte de Carrera en 1865 hizo posible que
nuevamente las élites tomaran el poder, esta vez lideradas por Justo
Rufino Barrios (1873-85), con un programa de reformas similar al de
Gálvez, y cuya “revolución” liberal Martí
apoyó de modo enfático durante el año que vivió en
aquel país.
17. ¿De qué lado entonces estaban las simpatías del cubano? En “Nuestra América,” Martí lo deja dicho muy claramente:
En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella, (OC, VI, p. 17).
Martí
no estaba pues con las “tiranías” sino con los gobiernos
“europeizantes” que creían en la división de poderes y
el mandato de las urnas. En este fragmento de “Nuestra
América,” Martí no les está hablando, pues, a lo que
llama los “incultos” sino a los políticos liberales y la
clase dirigente de Hispanoamérica para que evitaran el mismo error. El Partido
Liberal de
México, donde Martí publica este ensayo, no era un
periódico popular sino uno de los subvencionados por el gobierno de
Porfirio Díaz. En cambio, los “incultos,” y la revuelta de
los “hombres naturales” eran el gran problema que había que
evitar, según Martí, y en esto estaban seguramente de acuerdo sus
interlocutores. Si no se les gobernaba bien, si no se estudiaba los factores del
país de forma realista entonces, dice Martí “viene el hombre
natural, indignado y fuerte y derriba la justicia acumulada de los
libros”,
(OC,
VI, p. 18). Acaso ¿ésta no es la misma preocupación que
expresa el cubano en su crónica de México, más de diez
años antes, cuando habla de la “amenaza” que se le
podía venir encima al gobierno, de “un pueblo de bestias”?
(OC,
VI, p. 328).
Como
decía Ramón Infiesta, Martí creía en la
división de poderes, en las libertades civiles, y en el sufragio
obligatorio y frecuente
(Martí,
constitucionalista,
p. 33). Al igual que Sarmiento, rechazaba las tiranías y los hombres
fuertes. Creía en el papel de la educación de las masas, pero a
diferencia del argentino también tenía una visión del
indígena menos prejuiciosa y más compasiva. Rechazaba su
inferioridad racial, aunque estaba convencido que debían poner a un lado
sus costumbres y sus supuestas formas erróneas de pensar y aceptar las
del hombre blanco. En tal sentido su modo de ver la cuestión
indígena no se diferenciaría de la que tenían muchos
positivistas y liberales en México, que no creían, como dice
Powell, en su inferioridad racial, pero sí aspiraban a cambiarlos a
través de la educación. De modo que la frase tan citada de
“Nuestra América,” donde Martí aclara que “no
hay razas” y sí la “identidad universal del hombre”,
(OC,
VI, p. 22), debería leerse en el contexto que desplaza la llamada
“inferioridad” del otro, de la biología a formas
prácticas de asimilación, americanización y
aculturación. Es de esperar entonces que dado este resquemor por las
minorías populares, éstas se hagan presentes en “Nuestra
América” a través del discurso de las consecuencias
desastrosas que podía acarrear el mal-gobernarlas, discurso que se
entronca con el del miedo al Otro, ya sea al negro, al indígena, o a las
muchedumbres y la fuerza bruta de las tiranías.
18. Para entender dicho “miedo” hay que regresar al discurso de los liberales y positivistas hispanoamericanos como el chileno Francisco Bilbao quien en La América en peligro (1862), fustigaba los gobiernos europeos interesados en apoderarse del continente, y en especial a la Francia napoleónica. Para Bilbao, la invasión de Maximiliano a México era una señal clara de lo que vendría en el futuro. Pero no conforme con esto, también alertaba a las élites liberales, diciéndoles: “las masas desheredadas y atropelladas como animales, buscan caudillos. –Es la dictadura de la venganza, y la garantía de su modo de ser” (p. 74). Pero el chileno no se limita en su libro a hablar de las dictaduras apoyadas por los “incultos”, sino que también la que sostenían los gobiernos civilizadores. En el México de finales del siglo XIX, ese era el caso de Porfirio Díaz. Allí, Justo Sierra poco después de morir Martí, recurriría al mismo recurso del miedo para llamar la atención a las desigualdades sociales. Según William D. Raat, a pesar de que Sierra fue uno de los pensadores positivistas más importantes de México, se dio cuenta que bajo el gobierno de Díaz, los indígenas habían sido excluidos de “la promesa de la vida mexicana” y en 1897 al clausurar el Primer Concurso Científico Mexicano, constataba la situación deplorable en que vivían cien millones de ellos del siguiente modo:
¿Cómo, si en estos instantes, cien millones de hombres que han hecho del odio una religión, acechan en las tinieblas de las minas, a la luz pálida de los talleres, a lo largo de las vías férreas, el momento de destruir todas las laboriosas conquistas de las ciencia, destruyendo la riqueza con las armas que las ciencia les ha proporcionado, podéis hablar de progreso? (citado por Gortari, p. 615).
Tanto los historiadores Elí Gortari como William D. Raat afirman que esta premonición de Sierra se hizo realidad en 1910 cuando los indígenas y campesinos mexicanos tomaron las armas y reclamaron sus derechos por la fuerza. No fue la única vez, sin embargo, que Sierra recurría a este tipo de “profecías”. Después de recorrer los Estados Unidos y observar a los negros, a Sierra le aterrorizaba el día, “dentro de ochenta años, cuando los anarquistas y los negros hayan degollado cien o doscientas familias de millonarios irlandeses en las gradas de San Patricio”. Pero por suerte, agregaba, “me tranquiliza que ninguna profecía mía ha salido cierta” (cit. en Dumas, p. 362). Martí, educado al igual que Sierra en el pensamiento romántico, que pone el énfasis en la figura del vate, del genio y del profeta, pensaba que el gobernante debía siempre “prever”, es decir, ver antes que nadie lo que podía sucederle al país y alertar al Estado del posible peligro. El estadista ideal sería en tal caso un ser privilegiado, con facultades superiores, lo que Albert Hirschman llama el genio, un concepto elaborado por los filósofos de la Ilustración, (p. 33). Porque a pesar de que Martí define al buen gobernante como un buen previsor y la política como un “arte”, estaba consciente que ambas cosas tenían su origen en el estudio de las causas y los motivos que llevaban a los hechos. Esa vocación de “profeta” fue la que lo llevó tantas veces a alertar en sus crónicas sobre el carácter expansionista de la Unión norteamericana. En uno de sus apuntes íntimos, escribe: “En política hay que prever. El genio está en prever”, (OC, XXI, p. 256).
19. En una carta a Emilio Núñez en 1890 afirma también “nuestro deber de cubanos libres en el extranjero es prever los acontecimientos de la Isla y tener preparadas nuestras fuerzas”, (OC, I, p. 259). Asimismo, en su famosa crónica de 1887 sobre los anarquistas de Chicago, llama a analizar las circunstancias, las pasiones y los móviles de los crímenes, ya que
los pueblos, como los médicos, han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar que florezca en toda su pujanza, para combatir el mal desenvuelto por su propia culpa, con medios sangrientos y desesperados, (OC, XI, p. 349).
No
es extraño entonces que uno de los mecanismos retóricos más
importantes del ensayo “Nuestra América” sea el fantasma del
“peligro” que corrían los gobiernos latinoamericanos, que
como en el ensayo de Bilbao, eran de dos tipos: uno externo, la posible
invasión de los Estados Unidos, y otro interno representado por los
incultos.
Según
Manuel Pedro González, en José
Martí, Epic chronicler of the United States in the
Eighties,
años antes de que la doctrina del “destino manifiesto” se
convirtiera abiertamente en una razón para el imperialismo
norteamericano, ya Martí había profetizado el peligro (p.
20).[5] Como se sabe, en 1898, los Estados Unidos intervino en la guerra
cubano-española y tomó posesión de las islas de Cuba y
Puerto Rico. Si fuéramos a llevar hasta sus últimas consecuencias
la percepción de Pedro González, tendríamos que admitir que
el segundo de estos miedos no se referiría a los Estados Unidos, sino a
las minorías étnicas o “incultas” en
Hispanoamérica, y que el enfrentamiento que temía se hizo realidad
en México y luego en Cuba pocos años después, primero en la
Revolución mexicana de 1910 y luego en la llamada “guerrita”
de 1912 cuando el gobierno liberal de José Miguel Gómez en la Isla
rechazó las exigencias del Partido Independiente de Color y estos se
alzaron para reclamarlas por la fuerza. Como es sabido, la “guerrita del
12” terminó de forma desastrosa con la masacre de miles de negros
en el Oriente de Cuba.
20. Deberíamos interpretar “Nuestra América,” entonces como un llamado a lo que había que hacer para evitar un choque de este tipo –la revuelta de los “incultos”-, al igual que el peligro que corrían estas repúblicas por la proximidad de los “gigantes que llevan de siete leguas en las botas”, (OC, VI, p. 15). La cuestión está en que el “miedo al otro”, fue un recurso típico de las élites blancas en el poder desde los tiempos de la colonia en Latinoamérica para perpetuar el sistema y sus propios intereses. Precisamente por lo que significaba el primero de estos peligros para los planes independentistas en Cuba, Martí lo combatió hasta el cansancio en sus escritos y discursos. Afirmaba que no existía, que no había motivos para hablar de una guerra racial en la isla. En uno de estos discursos Martí compara el “miedo al negro” con el “miedo al indio” y habla de la perversidad de ambos argumentos. Dice el 24 de enero de 1880:
Se fingen miedos, por los sucesos de nuestro país ya desautorizados [...] ¿Son acaso [los negros] una cohorte sanguinaria, que habrá, con soplos huracánicos de arrancar de raíz cuanto hoy sustenta el suelo de la patria? ¡Ah! ¡esto decían los españoles de los indios, tan ofendidos, tan flagelados, tan anhelosos como los negros de su inmediata emancipación: esta amenaza suspendían sobre las frágiles cabezas, cuando el aliento de Bolívar, más grande que César, porque fue el César de la Libertad, inflamaba los pueblos y los bosques y levantaba contra los dueños inclementes la orilla de los mares y el agua turbulenta de los ríos!, (OC, IV, p. 202)
En
este fragmento Martí enlaza pues ambos peligros y si bien en el caso de
Cuba abogó por la revolución “necesaria,” poniendo a
un lado cualquier pretexto para retardarla, la gesta de 1895 no fue liderada por
“incultos” sino por hombres como él, que representaban el
poder civil y eran en su mayoría de formación burguesa y letrada.
Eso sí, como todas las revoluciones se apoyó en una masa de
hombres iletrados, negros y obreros al igual que burgueses que también
contribuían a los fondos del Partido Revolucionario Cubano con fuertes
sumas de dinero y quienes fueron también a luchar a la manigua.
¿Qué
significa entonces que Martí ponga en guardia a la élite
gobernante de Hispanoamérica (con la excepción de Cuba) ante la
posible de una revuelta de este tipo, que como dice en el fragmento anterior,
podía llegar a arrancar “de raíz cuanto hoy sustenta el
suelo de la patria”? Significa que al igual que Sierra, utiliza este
recurso con fines reformistas y que “finge” estos miedos con el
pretexto de “salvar” estas repúblicas, como decía
Martí citando al antiguo presidente Bernardino Rivadavia en su discurso
ante los representantes de los países latinoamericanos en 1889:
“Rivadavia, el de la corbata siempre blanca, dijo que estos países
se salvarían: y estos países se han salvado”,
(OC,
VI, p. 139). Recordemos que Rivadavia, era un estadista liberal argentino, que al
decir de Jorge Myers, creía en un “gobierno de las luces”, es
decir, ilustrado y que estando en el poder decretó con tales fines una
serie de medidas encaminadas a fomentar el progreso y la cultura, (pp. 79-80).
Rivadavia se enfrentó a la iglesia católica, que tenía un
amplio apoyo popular, y trató de reformar a los que llamaban
“clases productoras” que según Jorge Myers debieron ser en
muchos casos incultos y analfabetos (p. 90). Su gobierno, sin embargo, fue
sucedido por el de la tiranía de Rosas quien se apoyó en las
clases populares para mantenerse en el
poder.
21. Martí
recurre pues a la retórica del miedo para tratar de “salvar”
Hispanoamérica de la cólera de los analfabetos, de los tiranos, al
igual que de los deseos expansionistas de los Estados Unidos. Era mejor
“abrazar” a los primeros antes de ser víctimas de una
revolución violenta que diera al traste con los regímenes
establecidos, “la justicia acumulada en los libros.” Es decir,
apostaba por la necesidad de la reforma dentro de los marcos legislativos que
habían instaurado estas repúblicas después de la
independencia, cuyo progreso, para los positivistas de México, solamente
podía lograrse “dentro del orden establecido. Se le tenía
por una lenta evolución gradual, de la cual se excluía, de modo
necesario, hasta la posibilidad de una revolución” (Gortari, p.
609). La respuesta que da Martí entonces para resolver este dilema era
estudiar y dirigir bien estas minorías, ajustar las leyes del Estado a
sus necesidades, y hacer lugar en las democracias latinoamericanas a todos lo
que “se alzaron y vencieron por ella”,
(OC,
VI, 20). Solo así podía tenerse un país “con todos y
para el bien de todos”.
De
nuevo, para entender el temor que implicaba aquellos que no eran de la
élite criolla en Hispanoamérica en “Nuestra
América” y el efecto perverso que podía resultar de
ignorarlos hay que remontarse a las primeras constituciones del continente, a la
bolivariana del 19 de noviembre de 1825, que estipulaba que para ser elector era
necesario saber leer y escribir. Bolívar, en su Manifiesto de Cartagena
de 1812, al hacer referencia a las elecciones en Venezuela, advertía que
“las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por
los intrigantes moradores de las ciudades añaden un obstáculo
más a la práctica de la federación”. Sin embargo, el
Libertador aseguraba que las “elecciones” eran necesarias en los
sistemas populares para evitar las tiranías (cit. en Eduardo Posada, p.
211). Saber leer y escribir, por consiguiente, fue una condición para
tener acceso a una ciudadanía plena desde el inicio de estas
repúblicas y seguramente era una forma de contribuir a crear lo que
Anderson denominaba “comunidades imaginarias”. El problema estaba en
que la enorme pluralidad lingüística y sociocultural del continente
dificultaba ese proceso de homogenización, ponía trabas a la
imposición de códigos normativos, y reducía la identidad a
los criollos o los descendientes de españoles. Este conflicto, y el
requisito de una ciudadanía letrada, y si era posible
“culta,” se mantuvo en casi todas las constituciones desde la
segunda mitad del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. Es de entender
entonces que en esta época el gran temor de las élites
políticas e intelectuales tanto en Hispanoamérica como en Europa
fueran los analfabetos y que tanto los liberales como los conservadores
estuvieran de acuerdo en prohibirles el derecho al voto con el fin de evitar,
decían, que se les manipulara o se pusieran en peligro el Estado.
22. Según
Albert O. Hirschman en Retóricas
de la
intransigencia,
durante todo el siglo XIX es posible percibir este temor de las elites europeas
por la participación de las masas populares en la política. Edmund
Burke, Gustave Flaubert, Nietzsche, Ibsen y muchos otros no ocultaban su
desprecio por las masas y el posible gobierno de las mayorías, (p. 32).
Según Hirschman, estos críticos oponían a los razonamientos
de los reformadores, argumentando el “efecto perverso” que el
sufragio universal traería para la sociedad y las élites , (p.
36). En Martí, ese temor que le infundían las masas (la mujer
moderna, los indígenas y los obreros) aparece más acentuado en sus
crónicas de México y las de principios de los años 80 en
los Estados Unidos. Son las que escribe para el periódico La
América de New York, la primera crónica que les dedica a los anarquistas de
Chicago, sus valoraciones negativas de los inmigrantes en Norteamérica e
incluso, su crítica a la cultura popular en crónicas como la de
“Coney Island” (1881). Aunque paradójicamente Martí
como político, tuvo que confiar en esas mismas masas para llevar a Cuba
“la guerra necesaria”. No es casual pues que en su obra aparezca esa
tensión entre el elitismo y la aceptación popular, entre el Yo
romántico que se cree superior y predestinado a cosas más altas y
los de “abajo,” la muchedumbre inculta y las turbas callejeras. Este
drama es el que desarrolla en muchos de sus poemas entre ellos
“Homagno,” “Isla famosa” y en crónicas como
“Nuestra
América.”
Pero
hay que aclarar de nuevo que la historia y la literatura del siglo XIX en
Hispanoamérica está repleta de gestos como estos. Desde
Bolívar hasta Enrique José Varona, pasando por el uruguayo Enrique
Rodó, las élites latinoamericanas vieron con temor el efecto
perverso que podía traer a sus países el extender a las masas el
poder de legislar. Pensaban que la educación y la propiedad debía
ser una condición esencial para tener acceso al voto. Tal ilegibilidad
para participar de las decisiones del poder, implicaba lógicamente
coartar la democracia y asegurarse las élites la continuidad del Poder.
Con ello, dejaban afuera del juego político a grandes sectores
indígenas, campesinos y negros, a quienes se les hacía imposible
en la práctica y a través de los marcos institucionales
establecidos, mejorar sus condiciones de vida. Por el mismo motivo, la ley
electoral de todos estos países también prohibía la
participación de la mujer y con ello cualquier cambio en la
política que pusiera fin a su posición de subalternas en una
sociedad regida por hombres. En el caso del Perú, donde hubo un intenso
debate alrededor de este tema a finales del siglo XIX, esta contracción
del sufragio y de los derechos ciudadanos, significó que la
mayoría de los indígenas que representaban el 57-59 % del total de
la población en el censo de 1876, sería excluida del proceso
electoral, (Chiaramonti, p. 233). En su formulación de la ley, el Estado
no tomaba en cuenta la cultura oral tradicional de los indígenas, dice
Chiaramonti, que no estaba incluida en el marco de las expectativas y el clima
cultural que propició la fe positivista en el progreso, el darwinismo
social, y la creencia de que las élites cultas eran las que
conocían el país y las encargadas de guiar la nación hacia
un fin seguro, (p. 233). En los debates parlamentarios del Perú se
argumentaba frecuentemente que los indígenas no tenían cultura,
eran pasivos, indiferentes y que solo servían de instrumentos en las
manos de los gobernadores. Incluso se llegó a argumentar el miedo a una
posible revuelta indígena, ya que “esa gran masa de
población [...] pudiera en día no lejano caer sobre nosotros [...]
y destrozar en un instante esta nuestra copiada y orgullosa civilización
europea”, (cit. por Chiaramonti, p. 239).
23. Se
explica entonces que en Martí aparezca este miedo unido al fantasma
siempre presente de las tiranías, la incultura, los caudillos y que este
temor se vea como el resultado del mal gobierno y de la impulsividad natural de
los Otros que el estado liberal en su afán por homogenizar y hacer
progresar la nación desdeñó de forma reiterada. En un
artículo de 1882, Martí dice al hablar del viaje de Charles Darwin
al Cono Sur: “hoy esquivan el tímido rostro de los indios:
mañana ven lucir en medio de la noche los ojos del jaguar
colérico, a quien irrita la tormenta, y afila sus recias uñas en
los árboles”,
(OC,
XV, p. 377). Podría seguirse ignorando el problema, pero tarde o
temprano, la bestia colérica volvería a saltar y para ello ya se
estaba afilando sus “recias uñas”. ¿Era partidario
entonces Martí de extender el voto a las masas iletradas e
“incultas”? El cubano no lo dice en este ensayo, ni siquiera
menciona en “Nuestra América” ese otro sector totalmente
excluido de la política en el siglo XIX que eran las mujeres. Pero a
juzgar por otros escritos suyos, al menos en el caso de Cuba, bajo las
circunstancias de la guerra contra España, Martí afirma que
“quien fue bueno para morir, es bastante bueno para votar”,
(OC,
I, p. 338).
Luis
Varela en La
democracia práctica había
afirmado sobre el derecho de las minorías al sufragio algo similar:
“la sociedad ha reconocido que el nacional que es bueno para
empeñar un arma y morir por la patria, es bueno también para
depositar un voto en la urna”, (p. 4). Pudiera pensarse, sin embargo, que
esta forma de entender la ciudadanía de una forma más inclusiva
tendría la finalidad de homogenizar la Nación, re-fundarla sobre
nuevos marcos jurídicos como serían los que seguirían a la
independencia de Cuba, y evitar o hacer frente con ello a la otra amenaza que
prevé en “Nuestra América”: los Estados Unidos del
Norte. Aún así, habría que resaltar el fuerte legado
democrático que Martí expresa en sus artículos de Patria,
donde el cubano explica su idea política de la futura república.
En su famoso discurso de Tampa en 1891, - el mismo año que publica
“Nuestra América”- por ejemplo, Martí aclara que la
república que se proponía fundar era “con todos y para el
bien de todos”,
(OC,
IV, p. 279). Esta frase, que según el cubano debía rodear la
estrella de la bandera cubana, aparece también de un modo similar en el
libro de Luis Varela, cuando este habla del “gobierno de todos y para
todos”, el único válido, según afirma “para los
pueblos civilizados de la Europa y de la América”, (p. 2).
24. Por todos estos motivos es de esperar que Martí critique a los gobernantes y los gobiernos del continente que desconocían o mal-gobernaban sus países, impidiendo el amplio acceso de las minorías y por ello critique también a los intelectuales que intentaban des-identificarse con su pasado, ya sea negando sus ancestros o no reconociendo su herencia cultural. Según Bradford Burns, ésta era una de las características de las élites intelectuales latinoamericanas, que hacían alarde de su herencia europea, y menospreciaban su herencia indígena o africana. Esto, afirma Burns, era una reacción a las teorías en boga en Europa, que habían influenciado el continente a través de los filósofos de la ilustración, las teorías evolucionistas de Darwin, las ideas de Spencer y el positivismo, (“Cultures in Conflict”, p. 15). El cubano crítica a los intelectuales que nacidos en América “se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió”, (OC, VI, p. 16), cosa que parecería, sin embargo, contradictoria, ya que al identificar Martí lo bueno y necesario con la “cabeza socrática,” estaba poniendo a un lado, con un profundo dejo de paternalismo, las masas iletradas de indígenas y africanos. Al igual que los filósofos de la ilustración y una larga lista de pensadores liberales, Martí veía en los indígenas como seres bondadosos y mansos, pero listos a saltar. De escoger entre la “civilización” y la barbarie, pensaba, cualquiera en su sana consciencia iba a decidirse por la “civilización”. Tal concepto de lo razonable, pues, entra en la idea de progreso que promovieron los elites positivitas y liberales a finales del siglo XIX en América, aquellos que veían junto con Herbert Spencer el desarrollo de la humanidad siguiendo un patrón inevitable de ascenso, perfección y completa felicidad. De modo que el discurso de Martí en “Nuestra América” se entronca con la filosofía liberal y positivista del Porfiriato en varias cuestiones fundamentales. Lo primero es la importancia que le asigna Martí a la élite de hombre cultos y a los gobernantes en la dirección de la Nación, que como dice William D. Raat para el caso de la sociedad mexicana, se creía que era algo “natural” que fueran los especialistas y los hombres de ciencia quienes la dirigieran y reordenaran ya que se tendía a ver las masas de indígenas como inferiores ya sea por su estado físico o social, (p. 420). Segundo, Martí coincide con ellos en la importancia que pone en la ciencia y el estudio de la sociedad para mejor “administrarla”. Tercero, coincide en la idea de importar ideas extranjeras al país – no de forma “excesiva”, ni adaptarlas de forma mecánica –, siempre y cuando fuera necesario y ayudaran a explicar las condiciones de vida de los países hispanoamericanos.
25. Claro
está. Su ensayo es también una crítica a la política
del Porfiriato en la medida en que llama a incluir a todos en la
república, en que critica el racismo y la justificación de la
desigualdad por parte de los intelectuales (lo que llama “razas de
librería”). Pero esas mismas críticas dejan entrever la
utopía moderna, el deseo de seguir perfeccionando la república,
aculturando al indígena y vigilando al “inculto” que teme que
vuelva a resurgir como una fiera colérica: vislumbran un tiempo futuro en
que se haría realidad el sueño liberal de Rivadavia: “y
estos países se han salvado”,
(OC,
VI, p. 139). En tales condiciones todos los males se resolverían y la
Nación seguiría progresando.
No es
casual por tanto que en su discurso “Madre América” (1889),
Martí ponga a Spencer al lado de Bolívar y que estructure su
argumento, igual que “Nuestra América,” sobre la
metáfora del tiempo histórico y biológico. El tiempo que le
había tomado recorrer al continente, para como dice, “arrancarnos
de la sangre las impurezas que nos legaron nuestros padres”,
(OC,
VI, p. 139). El camino seguido había sido bien aprovechado, según
Martí, tanto que se había llegado a la “América de
hoy, heroica y trabajadora a la vez, y franca y vigilante, con Bolívar de
un brazo y Herbert Spencer del otro”,
(OC,
VI, p. 139). Esta es la misma América, que como afirma a
continuación, “levanta palacios y congrega el sobrante útil
del universo oprimido; también doma la selva, y le lleva el libro, el
periódico, el municipio y el ferrocarril”,
(OC,
VI, p. 139). En otras palabras, en este discurso ante los delegados de los
países hispanoamericanos que vinieron a la Conferencia Internacional
Americana, Martí alaba el desarrollo que habían alcanzado
países como Argentina; la política de inmigración que
habían puesto en práctica los distintos gobiernos liberales; las
campañas de educación laica y obligatoria; la expansión
hacia los territorios que antes eran de los indígenas: la “doma de
la selva” y el desarrollo de las comunicaciones: en la creación del
ferrocarril y los periódicos. Ese mundo nuevo, sabe Martí, chocaba
con el mundo antiguo, el del indio, el de la religión, y el de la selva.
Pero como reitera a continuación, al “reaparecer en esta crisis de
elaboración de nuestros pueblos los elementos que la constituyeron, el
criollo independiente es el que domina y se asegura, no
el indio de espuela, marcado de la fusta, que sujeta el estribo y le pone
adentro el pie para que se vea de más de alto a su
señor”,
(OC,
VI, p. 140) [énfasis nuestro]. Nótese que estamos hablando de 1889 y
que en fecha tan tardía Martí caracteriza al “indio de
espuela” como los “elementos que la constituyeron” mientras
que el “criollo independiente” es el porvenir. Los adjetivos que
explican su carácter (“espuela” y “fusta”)
remiten al animal, al gallo o al caballo. Son elementos asociados a la
“barbarie” y la violencia. De esta forma, una vez más,
Martí se distancia del primero y pone toda su esperanza en el segundo. En
realidad desde sus escritos en Guatemala había apostado por ellos. El
futuro de estos países residía en su capacidad para progresar y
poner a un lado todo aquello que le estorbara. Ya para finales de la
década del 80 estaba claro que al menos en Argentina había
triunfado el proyecto europeizante de la generación del 37. Las
élites cultas se habían afincado en el poder y esto solamente
representaba que habían sabido escoger bien, contra las tiranías,
por la modernidad y la “cabeza
socrática”.
[1] Véase mi ensayo en la polémica que sostuve en la revista Encuentro en la Red con Duanel Díaz (Princeton University) y Miguel Cabrera Peña, en la que también participó Francisco Morán (Southern Methodist University) y sobre el tema de los indígenas, los negros y el Estado liberal. “Con toda la honradez posible” Revista Encuentro en la Red 19 de junio de 2008. También véase mi ensayo “Contra el peligro” en MLN. El primero de estos artículos esta disponible en la red. < http://www.cubaencuentro.com/es/opinion/articulos/con-toda-la-honradez-posible-91807 >.
[2] Ibidem.
[3] La crítica martiana ha prestado muy poca atención al positivismo martiano, casi siempre oponiéndolo al modernismo y viendo a Martí como un crítico de esta filosofía. Sin embargo, Miguel Jorrín en Martí y la filosofía (1954), afirmaba que “el positivismo, para Martí, vale como ciencia, pero solo como ciencia y nunca como filosofía”, (p. 13). Una de las causas que ha evitado este tipo de comparaciones ha sido el marcado racismo que sustentaron muchos de sus seguidores.
[4] No tengo espacio para desarrollar en este ensayo otras coincidencias entre Martí y Sarmiento y la crítica que le hace al segundo Roberto Fernández Retamar en su conocido libro Calibán. Para un análisis más detallado de la relación de Sarmiento, Mitre, Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi con el gobierno de Rosas, y las masas populares que lo apoyaron, véase el excelente libro de Alberto Julián Pérez, Los dilemas políticos de la cultura letrada. (Argentina siglo XIX), Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 2002.
[5] José David Saldívar en The Dialectics of Our America: Genealogy, Cultural Critique and Literary History (1991) reitera el carácter profético de Martí y se sirven de él para conectar de un modo teleológico “Nuestra América” con el programa de los intelectuales de la Revolución cubana, especialmente el libro Calibán, de Roberto Fernández Retamar (p. 9-10). Baste agregar que toda la crítica postcolonial en los Estados Unidos y Cuba se basa en la interpretación de Retamar para analizar “Nuestra América” y por extensión toda la obra del cubano.